Paula Daza Narbona
Médico Cirujano especialidad en Pediatría, Universidad de Chile
Directora Ejecutiva Centro de Políticas Públicas e Innovación en Salud, Universidad del Desarrollo
Ex Subsecretaria de Salud Pública
¿Qué haría una persona si tuviera que tomar decisiones que afecten la vida de millones de personas, sin contar con toda la información necesaria? Esa fue la realidad que enfrentamos en marzo de 2020, cuando el COVID-19 irrumpió en nuestras vidas sin aviso, sin manual y con un reloj corriendo en contra.
Cinco años después, la pregunta no es sólo qué hicimos sino qué aprendimos. ¿Estamos hoy mejor preparados para enfrentar una próxima pandemia? ¿Tenemos instituciones más resilientes, políticas públicas más anticipatorias y liderazgos capaces de actuar bajo incertidumbre? La respuesta no es simple pero sí urgente.
Los primeros días de la crisis estuvieron marcados por una gran incertidumbre, no sabíamos cuán contagioso era el virus, tampoco si lograríamos una vacuna eficaz. Sin embargo, la acción no podía esperar. Como autoridad sanitaria, debimos tomar decisiones críticas con información incompleta, modelos inciertos y bajo una presión política y social intensa.
Liderar en crisis no es tener todas las respuestas sino avanzar con responsabilidad, comunicar con transparencia y guiarse por la mejor evidencia disponible. La inacción también es una decisión y muchas veces la más costosa.
En medio del caos, la ciencia se transformó en nuestro faro. Cada estudio, cada hallazgo, cada modelo epidemiológico fue una herramienta clave. Chile logró anticiparse y desplegar una estrategia eficaz porque confió en la evidencia científica y en sus instituciones. Pero también porque comprendió que sólo una acción coordinada podía dar resultados.
La pandemia demostró que la respuesta sanitaria no es tarea de un ministerio sino de un país completo. La colaboración público-privada y el rol de las universidades fueron fundamentales. Se activaron redes académicas para vigilancia genómica, se integraron clínicas y laboratorios privados a la red nacional y se articularon equipos interdisciplinarios. Esta convergencia permitió escalar capacidades y tomar decisiones más informadas. En momentos críticos, el país actuó como un sistema.
La inversión en ciencia no es un lujo sino una necesidad estratégica. Y esa ciencia se fortalece cuando se construye en colaboración, con confianza y visión común. Durante la emergencia se actuó para contener el daño: ampliar camas UCI, adquirir vacunas, cerrar fronteras. Pero la gran lección fue entender que la preparación comienza mucho antes.
Invertir en salud pública, vigilancia, salud digital, educación sanitaria y prevención es anticiparse. Fortalecer la atención primaria, integrar la salud mental y formar líderes para crisis son pasos ineludibles. La prevención no es gasto: es seguridad nacional.
Un sistema de salud no se sostiene sólo con infraestructura. Se necesita gobernanza: coordinación intersectorial, liderazgo técnico, marcos normativos ágiles y colaboración efectiva entre actores. Países como Corea del Sur, que invirtieron en preparación tras el SARS, lograron respuestas más eficientes. La salud debe ocupar un lugar central en la política pública: es base de desarrollo y estabilidad.
A cinco años del inicio del COVID-19, no basta con recordar. Hay que actuar. La próxima pandemia no es una posibilidad remota. Y la verdadera preparación no está sólo en protocolos sino en liderazgos sólidos, ciencia confiable y una colaboración permanente entre Estado, academia y sociedad.
Chile demostró que cuando todos los sectores se alinean, es posible contener incluso lo inesperado. Esa es la mayor lección que nos dejó la pandemia. Y también, el desafío que debemos asumir con decisión y visión de futuro.