Pilar Valdebenito Ferrada

Periodista, Universidad Viña del Mar

Magíster en Comunicación y Gestión Corporativa, Universidad Mayor

Directora carrera de Periodismo, Universidad Autónoma de Chile Sede Talca

 

 

En tiempos de sobreinformación, donde ser influyente pesa más que ser veraz, analizar la política desde sus narrativas cobra especial relevancia, más aún cuando un claro ejemplo de ello es el Presidente de Estados Unidos, Donald Trump.

Para nadie resultó indiferente que, en su primer mandato, las comunicaciones oficiales se traspasaron a la red social Twitter, reemplazando muchas veces las vocerías oficiales. Por ello, su estrategia comunicacional trasciende al evitar los medios tradicionales para llevar de manera directa lo que quiere decir, sin supervisiones y bajo ninguna norma ética de prensa.

Si antes era imposible conocer lo que pensaba un presidente, el mandatario de Estados Unidos se convirtió en la excepción. Incluso cuando suspendieron definitivamente su cuenta de Twitter por el “riesgo de mayor incitación a la violencia” durante 2021, al poco tiempo creó una nueva plataforma digital llamada Truth Social, la que convirtió en su principal medio de comunicación.

Al revisar algunas de sus declaraciones, es posible identificar que la forma de hablar de Trump se distingue por ser sencilla, provocadora e informal, con un uso casi indiscriminado de signos de exclamación y letras mayúsculas.

Otro elemento relevante en sus discursos son las frases inspiradoras. En su primer discurso al regresar a la Casa Blanca comenzó diciendo “La era dorada de Estados Unidos empieza ahora”, lo que es un claro ejemplo de la comunicación política que ejerce, contando relatos como técnica disciplinaria a través de lo que conocemos como storytelling.

El uso de la “Posverdad”

La delgada línea que pisa Donald Trump en sus sentencias borra por completo la distinción ente lo objetivo y lo subjetivo, confundiendo al público e imposibilitando descubrir la verdad tras sus dichos.

Esto, porque siempre expresa sus opiniones como hechos irrefutables. Por ejemplo, declaraciones sobre el tamaño de multitudes, la validez de elecciones o la eficacia de políticas a menudo se presentan sin evidencia sólida o en contra de ésta a través de emociones.

Sin embargo, lo más grave es su repetición constante y la negación de hechos que sí son comprobados y de público conocimiento, formando entre sus seguidores una realidad alterna que valida como verdad absoluta lo que él dice. Todo esto ha contribuido a un entorno en el que la verdad se vuelve relativa y las opiniones adquieren un estatus equivalente a los hechos.

Este enfoque ha tenido un impacto significativo en el discurso político y la percepción de la realidad, incluso cuando existe un espacio repleto de verificadores que se dedican a refutar sus entredichos; la jugada inteligente del Presidente es quitar valor a esos informes diciendo que provienen de medios “poco honestos”.

Así resurge el viejo conflicto entre la verdad y la opinión; y el fenómeno Trump nos obliga a repensar la comunicación política en la era digital. Su habilidad para construir narrativas emocionales, su desprecio por los filtros tradicionales y su manejo de la “posverdad” han creado un modelo que, aunque controvertido, ha demostrado ser efectivo para movilizar a una base de seguidores leales. Más allá de la figura de Trump, debemos tener en cuenta que hoy con tanta sobreinformación, es fácil que la gente confunda hechos verídicos con opiniones, por lo que discernir la verdad se vuelve una habilidad crucial, y la responsabilidad de los medios y los ciudadanos de exigir transparencia y veracidad, se vuelve más urgente que nunca.

Nos toca entonces ser más conscientes de lo que buscamos, leemos, verificamos y creemos como fuente de información; en exigir que nos cuenten las cosas como son, sin adornos ni medias tintas. Porque si no, terminamos viviendo en un mundo donde cada uno tiene su propia “verdad”, y eso, sinceramente, nos deja en el mismo punto.